Tambien yo, como Sabina, he tropezado con el pasado y muchos años después he vuelto a comprar en una tienda de alimentación, de barrio. Los antiguos coloniales / ultramarinos residuales, modernizados, que valientemente han resistido al empuje voraz de las grandes cadenas de distribución. Un comercio menor, de proximidad, herederos de la bata (guardapolvo) azul y lápiz contabilizador en la oreja.
Tiene cierto encanto esa compra pormenorizada respecto a la gran superficie. Te aleja del anonimato, de la mecanicidad del auto-servicio y te convierte en un comprador real, presentado.
Y ofrece alguna ventaja añadida como es un trato más cercano, directo, con asesoramiento gratuito (de farmacia) y la certeza de saber adonde va tu dinero. Quien es el beneficiario final, a diferencia del gran supermercado, que lo único que aciertas a averiguar, es que el total de tu compra sumada a otras muchas anteriores desaparece disparado en una cápsula oblong de plastico por un sistema de tubos impulsado por propulsión de aire a chorro.
Se establece, por tanto, una correlación de humildades, un hermanamiento y equilibrio de economías, igualatorio, entre la procedencia de tu dinero y su destino final.
Es decir, tu dinero ganado legal y trabajosamente tiene un destino callado, discreto, un recorrido corto, lejos del relumbrón y el brillo que, al parecer, recibe el dinero especulativo, sin trazabilidad, amasado, y fundido en un gran almacén.
Es desde luego una experiencia reposada, tranquila, sin apretujones ni colas para pagar. No disponen de marca blanca y sus productos, como de Segunda División, tienen nombres corrientes: los berberechos, Ramona; las patatas fritas El Abuelo Antonio; las legumbres Tio Paco, o algo parecido, y en caja te perdonan, gentilmente, los céntimos de tu compra cuando exceden a un número entero, ejemplo: 20,01 o 20,02 € y no te hacen cambiar otro billete más para enjugarlos.


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